Crónicas Bajo el Volcán: El oficio de envidioso
Mario Alberto Serrano Avelar
Cronista Municipal de Tepetlixpa
***Muchos hemos exhibido la cifra y tesoro encerrados en fuentes históricas inéditas y por ende, preciosísimas e inaccesibles, pero nos negamos a decir dónde la encontramos o cómo se puede llegar a ellas. “Qué les cueste” es la frase envidiosa por excelencia, a veces atenuada con el mustio complemento “como a mí me costó encontrarlas”***
A mediados de 1892, Manuel Gutiérrez Nájera escribió una crónica cargada de veneno contra su tocayo Manuel Payno. En ese momento El Duque Job era por mucho el escritor con más armas culturales y estilísticas en el México porfiriano, además de un reputado dandy que mientras soñaba con que la ciudad de México alcanzara un día el rango de Paris o Londres, afilaba su estilo literario con la misma pasión que el de su vestimenta.
En la crónica aludida, Gutiérrez Nájera atacaba los méritos de Payno para haber sido elegido miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española. El dandy fustigó tal acontecimiento con acidez y ponzoña, pero hay que decirlo, con un estilo tan genial que las ofensas parecen juegos de palabras, casi se disfrutan.
Así, dijo que don Manuel era olvidadizo e impuntual, que escribir los novelones que hizo, como El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío no se debían a un genio torrencial sino más bien a que el sistema de entregas le reportó beneficios muy altos que repercutieron directamente en su cartera. Además, que de tanto personaje en sus historias, acababa por olvidarlos de nombre y acción y luego simplemente ya no sabía quién eran y qué hacer con ellos en la siguiente entrega.
Pero la parte más insidiosa de su crónica es que no fue una sino muchas, las ocasiones en las que los desesperados editores tenían que ir a buscarlo a su casa para exigirle las entregas siempre retrasadas, y he ahí que lo encontraban sentado en “un hueco cuyo nombre callo y que, por más señas, huele mal… entregado a dos ocupaciones simultáneas”.
El “hoyo hueco”, huelga decirlo, era la letrina. Semi encuerado, don Manuel escribía en una tabla sobre las piernas mientras cagaba. La frase además de su maledicencia es sinécdoque y es veneno, y es divertida pero también algo tan cruel para su época como para la nuestra: que un escritor diga que la obra de otro huele, parece y es una mierda.
Hay mucha tela de donde cortar en esta anécdota, pero sin duda nos remite a la envidia, el pecado mayor de la humanidad, una actitud universal y atemporal que todos hemos vivido en carne propia. ¡Que lance la primera piedra quien no haya sufrido y ejercido la envidia! El aguijón de ver que el Otro está en donde queríamos estar nosotros o en pocas palabras, que logra lo que sea que uno no logró, es motivo suficiente para sentir su particular pinchazo. El gran Montaigne lo apuntó con su envidiable talento hace más de cuatrocientos años: “Entre nuestros placeres se producen celos y envidias; se oponen y estorban mutuamente.”
Envidia hay en todo y no solo en las artes, pero en el trabajo creativo es donde adquiere mayor malevolencia, se zahiere con más pasión y oficio, entre otras cosas porque se puede usar del mismo instrumento para descalificar y hacer arte simultáneamente. La palabra eleva, construye, pero afilada corta como cuchillo y por ende arde más. En la era del Face, la envidia se ha multiplicado exponencialmente bajo diversos disfraces que ocultan la trampa del inconsciente: “¿cómo que fulanito ahora ha hecho esto? ¡no puede serrr!” Y solo los más templados logran acallar los dedos para no lanzar sus dardos ponzoñosos bajo la máscara de “comentarios” en la red antisocial.
A veces, también es cierto, la envidia logra despertar una suerte compulsión creativa por el trabajo que en español se dice “me apuro o me comen el mandado”. Fue el caso de nuestro Chimalpahin y su monumental obra sobre los reinos y antigüedades de Chalco-Amaquemecan. Aunque siempre fue constante en sus indagaciones y disciplinado en su aprendizaje, la verdad es que nunca hubiera escrito sus Relaciones originales si en el camino no se le hubiese cruzado Enrico Martínez que ya empezaba un estudio de historia natural de los antiguos y que por su trabajo visitaba continuamente la zona de Chalco. Al remarcar que la suyas eran historias originales don Domingo Francisco también nos deja ver que sufrió el pinchazo de la envidia. Y… bueno, don Enrico tiene su estatua a un lado de la Catedral, Chimalpahin tiene… ¿qué monumento tiene?
El celo, profesional o no, las maledicencias, los grupúsculos que cierran filas en torno a ellos mismos, la descalificación y la falsa alabanza son los pequeños tentáculos de esa envidia que ha recorrido todos los caminos y tiempos. Don Carlos de Sigüenza y Góngora, amigo íntimo de sor Juana, era por ejemplo celosísimo de sus libros y documentos, sobre todo los que encerraban información valiosa sobre el pasado prehispánico; de manera que nunca, casi nunca es decir, jamás prestaba nada aunque desde luego, los citaba profusamente. ¿Mal de su siglo? Lo dudo. Muchos hemos exhibido la cifra y tesoro encerrados en fuentes históricas inéditas y por ende, preciosísimas e inaccesibles, pero nos negamos a decir dónde la encontramos o cómo se puede llegar a ellas. “Qué les cueste” es la frase envidiosa por excelencia, a veces atenuada con el mustio complemento “como a mí me costó encontrarlas”.
La envidia tiene mil caras, cuidado con eso. Otros tantos nombres y formas. Confianza extrema en nuestro albedrío y educación, desprecio por el novato y el que no le teme al ridículo exhibiendo su torpeza, duda, escepticismo y ya francamente, descalificación grosera. A nadie perdona, al más grande escritor se le puede cruzar la lengua. Octavio Paz le espetó al periodista Armando Ponce una frase que resume todo lo dicho “¿A poco Antonio Alatorre sabe más que yo de sor Juana”? El periodista, temeroso de la furia del Poeta, aventuró a decirle que bueno, él no lo decía sino Toledo y… el poeta de ojos azules movió su mano con desdén virreinal para callarlo y soltó furibundo: “mire usted, ese joven Toledo, que vaya y chingue a su madre”.
Acabo por temor a mis propias envidias pensando en Sor Juana. Mi paisana, ¿sintió envidia de Góngora o de Lope? ¿o envidias más terrenales como que no se le consultara, convocara, citara y respetara tan grande como era? ¿Qué le dijeran “hermana” con un sesgo cuasi campesino y no con la altivez de musa décima? ¿Qué no tuviera honores, título nobiliario, sitial labrado, retratos oficiales, trato preferente en las misas? ¿o simplemente, que no podía andar caminando libremente por la calle?
Las posibles respuestas usted las puede imaginar desde luego.
Solo formúlenlas muy bien, no vaya a ser que venga un envidioso a decir que ya lo había pensado antes pero no tuvo tiempo de “publicarlo” en el Face.
