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Crónicas bajo el Volcán: ¿Es septiembre un mes de desgracias?

12 de septiembre de 2025

Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

     La reciente tragedia que se vivió en el Puente de la Concordia desató una serie de supuestos vínculos entre los desastres y el mes de septiembre.

Los paralogismos, pues casi es seguro que nadie se refiere a lo que acabo de mencionar con el propósito de mentir descaradamente o desinformar con intención, vuela por el mundo del Internet echando leña a la paranoia.

            No obstante, me pregunto si hay algo de verdad en este calendario del desastre. Tras recopilar algunos datos basados en fuentes oficiales (CENAPRED e INEGI) y pensar con lógica, se puede establecer que efectivamente, durante dos bimestres los desastres muestran un notable incremente: febrero y marzo; agosto y septiembre.

            Esto corresponde al propio, aunque hoy muy alterado, ritmo de la naturaleza. Entre febrero y marzo el calor favorece los incendios forestales. El año pasado, la CONAFOR registró 8002 incendios que afectaron 1,672,215.7 hectáreas de México, destacando por desgracia nuestro estado y la ciudad capital del país.

            El segundo bimestre que apuntalaría la leyenda negra de septiembre, se considera el pico crítico del segundo semestre del año pues corresponde a la temporada de ciclones y huracanes. No traigo a cuento las innumerables inundaciones que se han vivido, pero sí vale la pena recordar, que el 11 de septiembre del año pasado, el centro de Amecameca se llenó de forma inédita y sorprendente, de una gruesa capa de lodo.

            Por cierto, según las autoridades de Protección Civil, en 2023 los ciclones representaron el 98.1% de los daños económicos por desastres y causaron más de 500 muertes.

            No hay por tanto una relación especial que marque a septiembre como el mes negro donde tiembla y suceden las desgracias más atroces. Ante eventos de tal magnitud opera una forma de azar que los seres humanos no podemos comprender, que sin duda nos aterrorizan e impactan; esa respuesta ante la tragedia activa algún botón interno que nos conmueve y descontrola, pero no, no se puede afirmar que un mes sea más trágico que cualquier otro.

El día de la explosión, como muchas de las personas que vivimos en esta hermosa Región de los Volcanes, las dudas y temores comenzaron a tejerse porque no son cien ni mil los seres humanos que se trasladan diariamente a la ciudad para trabajar, estudiar o hacer sus compras. Los mensajes y videos comenzaron a llegar en cascada, con incredulidad primero y luego con la obsesión que nos hace asomarnos a lo que más miedo nos provoca.

            Dos de mis parientes más cercanos estuvieron uno ya en su destino y el otro en camino cuando sucedió la explosión. Somos afortunados sin lugar a duda, porque un mero cambio de su rutina y la historia hubiese sido completamente distinta. Estoy seguro de que muchos más vivieron la misma experiencia, de estar a un poco de vivir el terror, o de ser involuntarios testigos de esta tragedia que con mucho tiene conmocionados a los mexicanos, máxime cuando seguíamos una ruta negra que comenzó con el desplome del helicóptero de Heliamerica México, el día 2 del presente mes en mi municipio, y luego el trenazo que se vivió en Atlacomulco el pasado 9.

La asociación de eventos con el mal augurio no es exclusiva de los mexicanos, por cierto. En su espléndida novela Lluvia negra,el escritor japonés Masuji Ibuse relata los acontecimientos que siguieron a la caída de la bomba atómica en la ciudad de Hiroshima, al final de la Segunda Guerra Mundial.

            Ibuse retomó los diarios que muchas personas escribieron sobre el suceso, más sus propios recuerdos, pues era un joven cuando presenció tan horrible acontecimiento. En las descripciones del fogonazo, los heridos, la “enfermedad de la radiación” y la justamente, la lluvia negra que da título al libro, Ibuse demuestra que el japonés es un pueblo de elevada moral y disciplina inestimable. Pero también que hace sus asociaciones como las que he intentado pergeñar en esta columna.

            Porque el 14 de agosto de 1945, cuando apenas se medio comprende lo que sucedió con el artefacto que cayó del cielo, el protagonista ve un banco de niebla, un arco de nubes que cortaba al sol por la mitad. De inmediato piensa en lo que significa. Lo comenta con otros personajes y todos llegan a la conclusión de que “era una señal de los cielos de que iban a producirse, de un modo inminente, conflictos armados”. Al día siguiente, el emperador lee por la radio la rendición absoluta de las tropas japonesas.

El libro demuestra lo universal del miedo, que nos hace asociar elementos sin lógica, pero más que nada, lo comento porque contiene “la sublime belleza del horror”; es decir, lo que solo el arte puede hacer para humanizar no la tragedia, sino justamente, lo que sigue: el día dos y el tres y el ciento cuarenta, cuando la tragedia ya no es noticia ni le importa a nadie. Eso, desde mi modesta posición, es lo que debemos hacer ante lo horrible que ha sucedido. La humanidad puede y debe ser de largo aliento y más vale que no lo olvidemos nunca.