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Crónicas Bajo el Volcán: Lo que ocultan los libros

7 de octubre de 2025

Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

***Es una caligrafía sin duda hermosa como lo era la del siglo XVII cuando había tiempo. Es decir, cuando la persona que escribía meditaba sus palabras, tomaba la pluma con firmeza y atención mojándola en el tintero***

La imagen con la que comienza esta columna es un microfilme de un libro de 1682.

Es la llamada “segunda de forros”, nombre técnico que se le asigna a la parte posterior de la tapa o cubierta de un libro. Ésta se solía hacer de cartón y se forraba con tela o papel para darle soporte, aunque, artes de la encuadernación, también era y sigue siendo en libros bien editados y formados, una firma artesanal, un detalle para los conocedores.

En aquellos finales del siglo XVII, si el propietario del libro era un ricachón mediana o tremendamente culto (pensemos en los cuatro mil libros que tenía Sor Juana), la segunda de forros y tapa eran hechas con piel de becerro, cerdo, o en casos aún más lujosos, de pergamino.

Ahora hablaré del libro. Se trata del Libro de bautismos 1682-1742 de la Parroquia de San Vicente Ferrer, en el actual municipio de Ozumba. El entonces convento era el centro espiritual y administrativo de la parte sur de la Región de los Volcanes. Tepe, en tanto era una visita y luego una vicaría, dependió de dicha parroquia hasta el año de 1905 cuando se convirtió a su vez en parroquia.

 Llegué a tal imagen por las investigaciones que realizo como cronista, pero esta vez dejaré de lado el contenido para compartir la forma.

Un objeto que acumula tres siglos de antigüedad por fuerza tiene un aura especial. Es el tiempo físico por supuesto, pero también la parte subjetiva que a los especialistas les repugna porque cierto, deriva de especulaciones. A mí se me ocurren ahora mismo muchas. ¿Cuántas manos tocaron el libro? Como el bellísimo cuento de Manuel Mújica Láinez Memorias de Pablo y Virginia pienso en qué tantas anécdotas y vericuetos pasó el ejemplar antes de ser fotografiado.

Como eso por desgracia nunca lo sabremos regreso a lo visible. El libro evidentemente está dañado por acción de la humedad, insectos, polvo que no se retiró adecuadamente y por los 343 años que carga a cuestas. Justo por eso escribo este texto, porque a veces solo el paso del tiempo nos permite ver detalles ocultos.

En este caso, la humedad e insectos devastaron la segunda de forros, dejando ver el  papel “reciclado” que usó el encuadernador, una práctica común desde luego, porque el papel de aquellos ayeres no era el miserable bond de 35 gramos que usamos para las copias fotostáticas, sino hermoso papel de algodón, muy caro, pero cuyo gramaje y trama son tan buenos que por eso, tres siglos y aún sobreviven los ejemplares.

Entonces observemos la segunda de forros. Hay pedazos de pliegos en donde se aprecia un texto. Con más atención podemos ver los detalles. Es una caligrafía sin duda hermosa como lo era la del siglo XVII cuando había tiempo. Es decir, cuando la persona que escribía meditaba sus palabras, tomaba la pluma con firmeza y atención mojándola en el tintero. Por eso el gran Roberto Calasso dice que “el movimiento de la mano que escribe sobre el papel es una extrema, miniaturizada variante de la mano que dibuja”.

Lo que sigue requiere más atención. El texto que se recicló está escrito en náhuatl. No conozco ese idioma, pero se logran distinguir algunas palabras: nahuatilli que el diccionario dice es “obligación”. Un verbo, mochihua, suceder, estar hecho; y así otras que sugieren deber, compromiso, parejas, etc.

Conforme el tiempo fue destruyendo el libro, como capas de cebolla dejó ver el interior. Pedazos de papel que habían sido ocultados emergen maravillosamente, incluso se aprecia la superposición. Capa sobre capa, el encuadernador fue tomando pedacitos, o más bien, mitades de folios, para hacer su trabajo.

Y entonces me pregunto, ¿qué decía el texto en náhuatl? Desde lo objetivo, sabemos que, en esos años, los frailes dominicos que vivían en Chimalhuacán eran bilingües. Fray Francisco de Pastrana y Fray Juan de Rojas eran ministros y predicadores. Los imagino, al menos por sus firmas tan garigoleadas y enormes, muy pagados de sí mismos, altivos en sus hábitos blancos y negros, puede que tomando la pluma para escribir un sermón destinado a ser leído en la misa principal. Lo que sigue, por supuesto que es especulación, pero la Historia necesita también de una imaginación portentosa.

Haya sido o no Pastrana el autor del folio reciclado, imaginar el tiempo para hacerlo. Su destino. Todo texto tiene claves. Todo autor sus manías. Subrayar algo, reiterarlo, revisarlo pausadamente y pensar el efecto que tendría. Pero ya encarrerado, me pongo a pensar en pequeñas teorías conspirativas que no sabremos hasta que se pudiera traducir la parte visible del texto reciclado.

¿Y si era algo que por su naturaleza más valía destruir o esconder? ¿Y si ahí está la cifra de nuestra memoria, que se escurre como el agua entre las manos mientras más la buscas? “Fray Juan está escribiendo un tratado de la gentilidad, dicen que tiene cosas de no ver…” podrían ser los cuchicheos. Para echar agua fría a estas ideas, también pudo ser un texto fallido, algo que no merecía ser parte de la “obra” que todo escritor va formando incluso con sus borradores y manías. “Hermano, ten estos papeles y usadlos como mejor quieras, no me gustaron. Gracias fray Francisco, tengo unos pendientes en la librería, seguro me van a ayudar”.

Imaginar es como no, el motor de todas las historias y de mejores thrillers que esta columna findesemanera. En El Club Dumas, de Arturo Pérez Reverte, los hermanos Porchia son expertos encuadernadores y entre fumada y fumada de sus negros cigarros le revelan a Lucas Corso, el extravagante protagonista, los misterios que un ojo novato no puede detectar, como las marcas de agua de las hojas, los sellos de los impresores, las marcas ocultas en la caja tipográfica y pistas para los verdaderos iniciados. En esta ocasión, ante un hecho que puede ser tan insignificante como intenso, lo único que pretendo es conmover a los fieles tres lectores de esta columna a que sigan maravillándose con lo ínfimo.