OPINIÓN: Se Dice Que: Cinco miradas sobre el poder que no funciona
La deuda pública del Estado de México no es una cifra: es una renta anual garantizada para la banca privada.
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Los dueños invisibles del negocio
La deuda pública del Estado de México no es una cifra: es una renta anual garantizada para la banca privada. En 2024, sólo en intereses, el gobierno mexiquense pagó 7 mil 678 millones de pesos. Ese dinero fue a parar a las arcas de BBVA, Banorte, Citibanamex y Santander, entre otros acreedores blindados. No importa quién gobierne. No importa si el color del partido es guinda, azul o tricolor. Ellos —los verdaderos dueños del negocio— siguen cobrando puntualmente, protegidos por fideicomisos y contratos diseñados para ser intocables. Desde 2018, la deuda estatal pasó de 38 mil millones a casi 60 mil millones de pesos, sin que se cuestione a fondo para qué se pidió, quién la autorizó y a qué intereses sirvió realmente. El cambio político presume ruptura, pero el sistema financiero goza de una continuidad perfecta. La alternancia no toca los bolsillos que verdaderamente importan.
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Mucho PIB, poca inversión nueva
El Estado de México presume tamaño económico: más de 2.2 billones de pesos en Producto Interno Bruto, equivalente al 9.1 % del PIB nacional. Y sin embargo, la realidad económica revela otra cara. En el primer trimestre de 2025, el Edomex captó 1 888 millones de dólares en inversión extranjera directa, pero el 72 % fue reinversión: utilidades que no salieron, no confianza que llegó. La inversión nueva fue casi inexistente: apenas 1 millón de dólares. Así, el crecimiento (1.8 % anual en promedio) va sin motor fresco, como un tren que da vueltas sobre la misma vía. El gobierno celebra el volumen, pero olvida la dirección: crecer sin redistribuir, sin innovación ni empleo digno, es apenas administración de inercias. No hay nueva riqueza, sólo rotación del capital viejo.
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Hasta que la costumbre dejó de obligar
Más que un dato jurídico, es un síntoma cultural: la familia tradicional —piedra angular del orden católico y político mexiquense— ha dejado de ser sagrada. En 2023 se registraron 22,462 divorcios en el Estado de México. No hay escándalo. No hay condena. Lo que hay es una transformación silenciosa en los afectos, los vínculos y los valores. Durante décadas, el matrimonio funcionó como engranaje moral del sistema: legitimaba al poder, garantizaba obediencia social, ofrecía estabilidad simbólica. Hoy, cada vez más personas —sobre todo jóvenes— interrumpen ese guion. La ruptura ya no es fracaso, es posibilidad. El divorcio no es amenaza, es síntoma de un nuevo pacto social que se abre paso sin permiso de la Iglesia ni del Estado. La tradición se quiebra, no en el discurso, sino en la intimidad. Y ese quiebre dice más de este tiempo que cualquier campaña institucional sobre valores familiares.
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Donde el poder se descompone
Los mayores problemas del Estado de México no habitan en el Palacio de Gobierno ni en los recintos del Congreso o el Poder Judicial. Están en los ayuntamientos. Allí donde la vida pública se vuelve concreta —calles, luminarias, mercados, seguridad, basura, agua— la incompetencia gobierna. Lo que la gente más padece no es una sentencia injusta ni una ley mal escrita: es un bache que nunca se tapa, una patrulla que no llega, una presidencia municipal que se convierte en agencia de empleos familiares. El poder local, que debería ser el más cercano, es muchas veces el más opaco. Allí se enquistan la corrupción pequeña pero devastadora, la negligencia que arruina lo cotidiano, la simulación que repite discursos sin resolver nada. Y así, municipio tras municipio, se construye un Estado que no funciona. El fracaso no es sólo institucional, es estético: se ve, se huele, se siente.
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La deformación del servicio público
En Toluca —y buena parte del estado— ser usuario de la CFE es vivir en la indefensión. No hay atención, hay maltrato. No hay solución, hay soberbia. Largas filas, cobros inexplicables, cortes arbitrarios y oficinas donde el cliente siempre es culpable. La Comisión Federal de Electricidad, una empresa estratégica que debería ser emblema de la transformación energética y social del país, opera como si su misión fuera desmentir todos los ideales de servicio público. Desde su burocracia oxidada hasta su trato prepotente, la CFE parece en manos de saboteadores internos, como si una conspiración silenciosa quisiera dinamitar desde dentro su legitimidad. Si la transformación va en serio, debe empezar por lo esencial: cuidar lo que es de todos, exigir que funcione bien, y recordar que el poder público no puede comportarse como empresa depredadora. Hoy, la CFE está en las antípodas de la transformación. Es, por desgracia, su caricatura.