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Se dice que: Cuentas pendientes

6 de noviembre de 2025

Convertir la disputa política en simulacro de justicia degrada al sistema tanto como el robo del erario. Si el nuevo régimen quiere sostener su legitimidad, debe aprender a distinguir entre el delito y la vendetta.

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Tlalnepantla se ha convertido en el primer gran examen del discurso anticorrupción del nuevo régimen. El alcalde Raciel Pérez Cruz presentó 14 denuncias penales contra exfuncionarios del gobierno anterior por un presunto daño patrimonial superior a 6 000 millones de pesos, una cifra que desnuda la magnitud del saqueo y la fragilidad del sistema municipal. Detrás del expediente aparece Tony Rodríguez, exalcalde que pretende volver a competir en 2027, como si nada hubiera pasado. Las auditorías hablan de contratos inflados, facturas absurdas —una “chapata” pagada a precio de joya— y desvíos desde áreas sensibles como el DIF. Lo que está en juego no es solo la justicia local, sino la coherencia del progresismo en el poder: si este caso termina en carpetas dormidas o comunicados de ocasión, será la confirmación de que la “transformación” repite la vieja liturgia de la impunidad. El silencio o la tibieza judicial serían un golpe directo a la confianza ciudadana. El cambio no se mide en discursos, sino en sanciones.

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La prueba del cambio

Con las denuncias ya en manos de la autoridad, el expediente Tlalnepantla entra en su fase más delicada: la judicialización. Aquí es donde se sabrá si el discurso de transformación tiene sustancia o solo decora el poder. Le corresponde al fiscal general José Luis Cervantes Martínez —y en particular a su brazo anticorrupción, Rodrigo Archundia Barrientos— convertir las auditorías en acusaciones formales. La auditora superior del EstadoLiliana Dávalos Ham, debe blindar el caso con dictámenes técnicos sin sesgo político, y la Auditoría Superior de la Federación, a cargo de David Colmenares Páramo, confirmar el alcance de los fondos federales comprometidos. Luego entrará en escena el Poder Judicial, presidido por Héctor Macedo, responsable de que la justicia no se extravíe en las sutilezas procesales. Raciel Pérez ya cumplió su parte: denunció y documentó. El resto dependerá de si las instituciones actúan o se esconden detrás del expediente. El cambio se mide en sentencias, no en conferencias.

Falsos héroes

Conviene recordar el caso de David Fernández, aquel subsecretario de la Contraloría que convirtió las acusaciones en espectáculos. Denunció con estridencia, prometió depurar al gobierno, habló de corrupción a los cuatro vientos, pero nunca presentó una sola prueba sólida. Sus expedientes se desmoronaron por falta de sustento y exceso de protagonismo. Al final, su salida fue inevitable: más ruido que resultados. Ese episodio dejó una lección que vale oro para el presente: la lucha contra la corrupción no se gana con titulares ni conferencias, sino con carpetas bien armadas, auditorías verificables y sentencias firmes. Tlalnepantla no puede repetir esa historia; si el nuevo régimen quiere diferenciarse del viejo, debe hacerlo con rigor, no con retórica. La credibilidad no se declama, se demuestra.

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Cacerías disfrazadas

Mientras Tlalnepantla abre un expediente con documentos y cifras, en El Oro se libra una pelea mucho más rudimentaria: la solicitud de destitución de su alcaldesa, de Morena, presentada sin rigor legal ni pruebas comprobables. Lo que se exhibe no es corrupción sino torpeza política. La edil carece de oficio, cierto, pero la incompetencia no es delito. Detrás del ruido jurídico se adivina el mismo libreto de siempre: el conflicto por el poder travestido de cruzada moral. En el Estado de México, la corrupción y la ambición se confunden con facilidad; la una sirve de coartada para la otra. Convertir la disputa política en simulacro de justicia degrada al sistema tanto como el robo del erario. Si el nuevo régimen quiere sostener su legitimidad, debe aprender a distinguir entre el delito y la vendetta. Nada erosiona más el cambio que la justicia usada como máscara.

Los devotos del “número dos”

El cumpleaños de Horacio Duarte reveló más sobre la política mexiquense que cualquier informe oficial. Alcaldes, diputados y funcionarios inundaron las redes con mensajes de adoración pública, como si la cortesía se midiera en likes. Esa cargada digitalheredera directa del besamanos priista, no demuestra cercanía, sino el afán de congraciarse con el poder, de quedar bien, de hacer la barba. Si lo que querían era expresar afecto personal, pudieron hacerlo en privado, como corresponde a la sobriedad política y al respeto institucional. Duarte es, sin duda, el hombre fuerte del gobierno; pero cuando el poder necesita reverencias públicas para sentirse firme, ya empezó a flaquear. En un régimen que se proclama distinto, los rituales de folclor y zalamería deberían causar rubor, no gratitud. La política no se moderniza con hashtags ni se honra con selfies. El respeto se demuestra en el trabajo, no en el aplauso digital.