SE DICE QUE: El pasaje de la resignación
**El gobierno habló de “ajuste necesario”, los transportistas de “costos operativos”, y los usuarios de nada: solo contaron monedas
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Subió la tarifa, se hizo ruido tres días, y todo siguió igual: nadie bajó del camión. En el Estado de México, la protesta dura menos que un alto en rojo. La gente masculló su enojo y siguió adelante, como si la pobreza fuera una condición natural y no una construcción política. El gobierno habló de “ajuste necesario”, los transportistas de “costos operativos”, y los usuarios de nada: solo contaron monedas. No hubo marchas, solo memes. La indiferencia se volvió forma de supervivencia; la resiliencia, un disfraz de impotencia aprendida. Porque cuando la injusticia se vuelve rutina, deja de doler. Esa anestesia social es el triunfo silencioso del sistema: logra que el pueblo pague más, agradezca menos y todavía llegue puntual a trabajar.
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El costo de la obediencia
El silencio del pasajero no fue gratuito. Tiene un precio y ahora lo paga cada mañana. Tras aquella resignación social que disfrazó de paciencia lo que era agotamiento, vino el “ajuste técnico” que nadie entendió. No hubo estudio público ni dictamen económico transparente; solo un decreto y la palabra de los concesionarios. El argumento del combustible y el mantenimiento fue mantra para justificar lo injustificable. Lo social resultó absurdo: se castiga al que no puede optar por otro medio, al que viaja dos horas diarias para sostener la ciudad que nunca lo mira. Y lo político, peor: un gobierno que promete justicia distributiva terminó haciendo un favor a quienes ya controlan el sistema desde hace décadas. Los operadores del transporte ganaron ingresos, el Estado compró calma y el ciudadano perdió voz. Lo que parecía resignación era, en realidad, el precio de la obediencia: callar para poder seguir llegando al trabajo.
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Quién la convenció
La decisión no fue espontánea. En Palacio se cruzaron tres voces: los técnicos, que insistieron en la “inevitabilidad” del ajuste; los operadores políticos, que advirtieron que el gremio transportista podía volverse un riesgo si no se atendía pronto; y los estrategas electorales, que calcularon que era mejor absorber el costo ahora que a mitad de la contienda de 2027. Así se impuso la lógica del mal menor: subir tarifas para mantener calma. La gobernadora escuchó, midió y firmó. Le aseguraron que habría disciplina entre los choferes, promesas de renovación de unidades y narrativa de orden. Pero detrás del argumento técnico hubo una verdad política: la paz con los transportistas valía más que la coherencia con el lema de “primero los pobres”.
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El tamaño de los alcaldes
El alcalde de Toluca no necesitó discursos ni spots: le bastó salir a tapar baches para dejar a su vecino de Metepec, Fernando Flores, convertido en figura decorativa. En política, los símbolos pesan, y ver a Ricardo Moreno —alto, sereno, eficaz— recorrer calles mientras la maquinaria trabaja, es una metáfora brutal: la izquierda haciendo lo que la derecha presume y no cumple. Mientras Toluca avanza con obra visible, Metepec repinta guarniciones y corta listones con selfie. El contraste no es solo de gestión, sino de estilo: uno gobierna; el otro se promociona. En esa campaña de bacheo, la realidad se volvió ironía: el morenista le dio lecciones de pavimento al empresario, y el chaparro acabó más chico de lo que ya era.
Se va del PRI “el papá de los pollitos”
Hoy habrá noticia en eso que llaman sociedad política mexiquense. Una de esas que hacen temblar a los viejos dinosaurios y bostezar a los jóvenes. El papá de los pollitos se va del PRI, así, sin himno ni despedida. Nadie sabe qué va a pesar más: si que se vaya o a dónde se vaya. Lo cierto es que el viejo partido quedó convertido en corral vacío, y el gallo mayor decidió buscar nuevo canto. En Toluca ya no hay priismo, solo ecos. Una pista: su nombre empieza con A.
