SE DICE QUE: Municipios, esa comedia que no cambia
***El municipio mexiquense sigue siendo la pieza más frágil del tablero estatal, donde cada partido presume cambio mientras administra lo mismo de siempre.
- Simulan cambio mientras administran lo mismo,
- Acambay: dispararle al Estado,
- Alcaldes que se sienten virreyes y el poder los descompone.
Los municipios, esa herida que no cierra
En teoría, la 4T mexiquense presume avances, nuevos equilibrios y un aire renovado que pretende enterrar los años oscuros. En la práctica, basta asomarse a un cabildo para descubrir que el talón de Aquiles sigue allí, respirando como si nada hubiese pasado. El caso de Acambay no es un escándalo aislado, es un recordatorio de que los viejos vicios del neoliberalismo sobreviven en los municipios como fauna resistente a cualquier intento de civilización. Morena trae lo suyo, claro, porque una cosa es ganar elecciones y otra muy distinta es gobernar sin repetir las mañas del pasado. Pero si uno mira alrededor, el paisaje se pone más áspero: los ayuntamientos del PRI y del PAN parecen museos vivientes de la simulación administrativa, con salones de exhibición dedicados al abuso, la improvisación y el gasto alegre. Hay excepciones que salvan el honor —pocas pero genuinas—, aunque no alcanzan para tapar el ruido de fondo. Al final, el municipio mexiquense sigue siendo la pieza más frágil del tablero estatal, donde cada partido presume cambio mientras administra lo mismo de siempre.
Acambay y el arte de dispararle al Estado
Al Gobierno Estatal le gusta repetir que todo avanza, que la transición va tomando forma, que el viejo régimen está archivado y que ahora la coordinación es la palabra mágica que todo lo resuelve. En Acambay, esa palabra terminó agujereada como una patrulla después de un mal turno: el director de Seguridad Pública y once de sus policías decidieron recibir a la Guardia Nacional y a la policía estatal no con protocolo, sino con balas, como si el municipio fuera un feudo y el uniforme un permiso para la insubordinación. La escena parecía escrita por un guionista con humor negro: un Gobierno Municipal enfrentándose al propio Estado que asegura representar, un director de policía detenido junto a su tropa y un vehículo robado como epicentro de una coreografía que exhibe más lealtades privadas que vocación pública. Lo más inquietante no es el tiroteo, sino la normalidad con la que se asume que las policías municipales pueden desfondarse moralmente sin que nadie se sorprenda. Acambay no es excepción, es espejo: lo que allí explotó es lo que en otros lados se silencia. Y si ese es el tipo de “gobernabilidad local” que sobrevive en plena 4T mexiquense, quizá el cambio llegó, pero decidió no tocar la puerta del ayuntamiento.
La alcaldesa y el arte de empoderar perfiles que no aguantan el cargo
Lo de Acambay no es una anécdota policiaca, es una radiografía moral de su alcaldesa, Angélica Colín Pacheco, que gobierna con la serenidad de quien cree que la autoridad se ejerce como gesto ornamental. Once policías y su director terminaron detenidos tras un tiroteo con fuerzas estatales y federales, y la presidenta municipal reaccionó con la velocidad de un mueble: ninguna explicación, ningún deslinde, ninguna señal de entender que la primera responsable política de esa tropa es ella. Lo más incómodo es que este tipo de personajes no llegan por generación espontánea; alguien en Morena decidió que Colín Pacheco representaba “la transformación” en el territorio y le entregó la estructura municipal como si fuera un reconocimiento de fin de curso. El partido, que presume moral pública, está cosechando el resultado de empoderar perfiles que confunden cargo con impunidad y autoridad con silencio. Porque el problema no es solo que sus policías parecieran actuar para otros intereses, sino que su alcaldesa se comporta como si gobernar fuera opcional. El mensaje simbólico es brutal: cuando el poder local cae en manos pequeñas, el municipio se vuelve aún más pequeño.
Horas extras para el fiscal
A José Luis Cervantes le tocó la versión mexiquense del Sísifo contemporáneo: empujar cuesta arriba un aparato de justicia que durante décadas se especializó en mirar para otro lado. Y el hombre, en lugar de quedarse en el escritorio, decidió sacar tres operativos que, sin exagerar, han devuelto un mínimo de dignidad al Estado: Bastión, para tumbar inmuebles del crimen organizado. Enjambre, para cazar servidores públicos que jugaban a doble equipo. Y Atarraya, para ir tras las finanzas que lubrican esa maquinaria que durante años operó con fuero de costumbre. Veintinueve objetivos prioritarios detenidos no hablan de milagro, pero sí de método, y de un fiscal que entiende que combatir delincuentes sin tocar sus cuentas es coser agua. Lo paradójico es que mientras él va desarmando estructuras, depurando policías infiltradas y sosteniendo operativos que parecen no tener fin, buena parte del ecosistema institucional sigue roncando como si el Estado se gobernara solo. Le quedan algo más de siete años en el cargo y, al ritmo que lleva, parecen menos; es la ironía de quien intenta enderezar una estructura torcida y, de paso, si le dejan, hacer presentable a un Quasimodo institucional que se acostumbró a vivir encorvado. Cervantes no es infalible, pero es de los pocos que trabaja como si el Estado de México realmente quisiera ser Estado.
Castañeda, el revés a la maldición de los malos y maletas
Durante décadas, la seguridad del Edomex estuvo administrada por una combinación letal de incompetencia y corrupción, como si el mando policial fuera un trofeo para malos y maletas que confundían la ley con una propina. Con Cristóbal Castañeda al frente de la Secretaría de Seguridad, esa maldición empieza a romperse: reducción del 21.4 % en delitos de alto impacto, un 11 % menos respecto al año previo y una estrategia que combina inteligencia, presencia territorial y órdenes claras. No es el Edomex de los sueños, pero tampoco el basurero institucional que heredó. Falta mucho, la ciudadanía sigue desconfiando y los municipios siguen saboteando, pero por primera vez en años se ve una trayectoria, no una declaración. Castañeda no vino a hacer milagros, vino a hacer trabajo; y, en un Estado acostumbrado a la improvisación, trabajar ya es revolución. Está lejos del objetivo, sí, pero al menos avanza en línea recta mientras el resto de la estructura intenta recordar para qué existe.
